Química nuclear. Fue pionera en las ciencias «duras» y la primera química nuclear de la Argentina. Heredera del pensamiento de Oscar Varsavsky, su maestro y un reconocido científico social promotor de una ciencia independizada de los condicionamientos económicos, y conectada con un modelo propio de desarrollo de país. Formó parte del grupo más destacado de científicos argentinos del siglo XX, y, con la recuperación democrática, se ocupó de repatriar «cerebros brillantes». Hoy es asesora del Rectorado de la UBA.Es un día de abril de 1984. Plena primavera democrática. La científica Sara Rietti y el premio Nobel César Milstein, de visita en la Argentina, lloran desconsoladamente, a escasos metros de la Casa Rosada. Parados frente a Perú 222, en el corazón de la Manzana de las Luces, lloran frente a lo que quedó de aquella mítica universidad en la que habían estudiado: una meca de la ciencia, productora de dos de los tres premios Nobel que cosechó el país durante el siglo XX -una hazaña sin par en América latina-, devenida ahora en una lucrativa playa de estacionamiento.
«Los militares le tenían un odio feroz a Exactas. Por eso, primero la intervinieron en La Noche de los Bastones Largos y, diez años más tarde, la terminaron de liquidar con una topadora y, junto con ella, derribaron la universidad de excelencia de los años sesenta, la de los años de oro, que había colocado a la investigación científica en el primer plano internacional», apunta Sara Rietti, la primera química nuclear recibida en la Argentina, con su última materia rendida en la Comisión Nacional de Energía Atómica, en 1953.
Gran protagonista de la historia científica del siglo XX, esta mujer de pelo blanquísimo y ojos muy azules, bella aún en sus casi ochenta años, vivió rodeada -y muchos dicen que, por su condición de mujer, «opacada»- por los genios de su tiempo: el propio Milstein; el matemático Manuel Sadovsky, que introdujo en el país la computación (Sara fue su jefa de gabinete durante su gestión como secretario de Ciencia y Tecnología, en el gobierno de Raúl Alfonsín); el meteorólogo Rolando García, que desarrolló junto con Piaget la epistemología genética, ya en el exilio, después de La Noche de los Bastones Largos. Su maestro, Oscar Varsavsky, un científico social preocupado por conectar la investigación con el desarrollo de las necesidades reales de cada sociedad. O su colega, el célebre Gregorio Klimovsky, filósofo y matemático, fallecido el año pasado.
Sobre la mesa de su living, al lado de la PC, tiene una fotografía en blanco y negro, de su época dorada. Está tomada en los años cincuenta. Se la ve joven, rodeada de tubos de ensayo, en el Departamento de Fisicoquímica de su amada Facultad de Ciencias, en Perú 222.
«Era un momento de gran creación; aquí estoy trabajando con propelentes para misiles, los boranos -señala-, que tienen que ver con la propulsión de alta energía. Son componentes que no pueden recibir ni aire, ni humedad, por eso se trabajan en líneas de vacío. Hay que mantenerlos fríos todo el tiempo. Se usan en la industria aeroespacial.»
-¿Y por qué esa saña de los militares contra Exactas?
-Porque creían que allí había un nido de subversivos o algo semejante. Y lo que en realidad había era un grupo de científicos brillantes, que no eran meros bichos de laboratorio, sino que estaban preocupados por conectar la ciencia y la técnología con un modelo de desarrollo de país. Prueba de ello es que muchos, como César (Milstein), emigraron al primer mundo y terminaron haciendo allí las contribuciones, que habían comenzado acá, en la época de oro.
Da un ejemplo de lo que quiere decir con época de oro: «Un premio Nobel puede ser una casualidad para un país; dos, también, pero ya tres, y en la misma rama, la biociencia, habla de una línea de continuidad. En 1947, Bernardo Houssay fue el primer premio Nobel de Medicina, no sólo de la Argentina, sino de América latina. Houssay había fundado el Instituto de Fisiología en la UBA, que se fue convirtiendo en un semillero de excelencia mundial en investigación. Es, en ese contexto, desde donde surgen los otros dos máximos galardones mundiales, Leloir y Milstein.
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Empezó a estudiar Química en 1949, una década en la que no era nada común que las chicas fueran a la universidad, mucho menos a estudiar ciencias «duras». Sara era, además, muy linda, lo que la convertía en un combo rarísimo: brillante y bella era una categoría femenina que no entraba en el imaginario popular. «Recordemos que hasta no hace tanto tiempo las mujeres bonitas no eran consideradas seres humanos completos», bromea.
Lejos de lo que podría suponerse, en Química sí había chicas; casi un diez por ciento. Lo explica: «Muchas seguían la carrera para poner un laboratorio de análisis clínicos en sus propias casas cuando se recibieran; ése era un trabajo más o menos aceptable para una mujer». Compartían el patio universitario con Ingeniería; ése sí, un territorio totalmente blindado para ellas.
Así que, cada vez que la bella Sara se asomaba al patio, arrancaba un zumbido de murmullos y piropos que iban in crescendo , hasta que, abrumada por tanta testosterona revuelta, decidía volver al aula y a sus asexuados boranos.
Fue entonces cuando conoció a Milstein, que entonces era íntimo amigo de Víctor Rietti, quien años más tarde se convertiría en su marido. Milstein era presidente del centro de estudiantes de Química, a fines de los cuarenta. Sus compañeros le decían, cariñosamente, el «pulpito», en contraposición con el «pulpo», el presidente de Ingeniería, que solía lucrar con actividades non sanctas. En cambio, el «pulpito» había armado una cooperativa para que los químicos, que se la pasaban rompiendo tubos de ensayo en el laboratorio, pudieran reponer los materiales a un bajo costo.
-Sarita, ¿vos por qué no te encargás de la revista del Centro? Necesitamos tener contacto con otras universidades del mundo-, la invitó un día.
Fue así como, un poco gracias a Milstein y otro poco al destino, Sara comenzó su entrenamiento en un expertise que le serviría muchísimo treinta años más tarde, cuando le tocó dirigir, junto con Manuel Sadovsky, la Secretaría de Ciencia y Tecnología, durante el gobierno de Alfonsín. «Estábamos aislados, después de la dictadura; había que reconstruir un mundo amistoso, y la cooperación científica y cultural era muy importante para encontrar otros puntos de contacto», recuerda Sara.
Milstein, que llevaba años en Cambridge cuando asumió Alfonsín, era, a fines de 1983, un premio Nobel cantado. Y Sara no dudó en pedirle su apoyo para fortalecer la democracia. Milstein tampoco dudó, y a partir de entonces, regresó al país una vez por año, todos los abriles. Fue en aquellos tiempos iniciáticos cuando lloraron juntos, frente al despojo de la Manzana de las Luces.
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A fines de julio de 1966, el gobierno militar de Onganía había decretado la intervención de las universidades, y la represión policial contra estudiantes y profesores, que resistían la medida, una tensión que derivó en La Noche de los Bastones Largos. Sara protagonizó esa jornada histórica, en vivo y en directo. Junto con unas 200 personas, estaba en la sala del consejo directivo de Exactas, junto con Rolando García, el mítico decano, y el vice, Sadovsky, cuando entraron los policías. García, quien hoy es una celebridad científica de fama mundial, salió a recibirlos:
«¿Cómo se atreve a cometer este atropello? Todavía soy el decano de esta casa de estudios», increpó al uniformado que encabezaba el operativo.
Un corpulento custodio rompió filas y le golpeó la cabeza con su bastón. Con sangre sobre la cara, el decano se levantó, y repitió sus palabras. El corpulento repitió el bastonazo.
Aquella noche negra, en la que hubo 400 detenidos, Sara y Víctor se la pasaron sacando a colegas de las comisarías. «Claro que, al lado del 76, el 66, fue un chiste, ¿verdad?». Como tantos otros investigadores brillantes, García también se fue al exilio. Y hoy, a los 91 años, aún vive en México habiendo ganado parte de su fama con sus estudios pioneros sobre el cambio climático, además de sus brillantes trabajos junto con Piaget.
Sabiendo qué tipo de materia gris teníamos, había algo que no podíamos permitirnos, recuerda Sara: el desparramo de todo ese patrimonio científico que se había formado en nuestra universidad. «Decidimos, entonces, con nuestro grupo científico, armar migraciones ordenadas, para que aquellos cerebros brillantes quedaran, al menos, en América latina».
Pero Sara no se fue; se quedó en la Argentina, entre otras cosas porque había tenido tres hijos con Rietti, el amigo de Milstein, con quien se casó en 1952, cuando aún le faltaba un año para recibirse. Y una década después, ya con sus tres chiquitos sobre la falda, se doctoró.
-Supongo que, si ahora cuesta, hace cuarenta años debía ser toda una proeza ser una científica de alto nivel, y además mamá de tres hijos. ¿Cómo se arreglaba?
-Y con Víctor éramos solidarios. Mirá, mi rutina era así: los chicos iban a la escuela a la tarde; a la mañana, yo los llevaba a la plaza y después me iba a la Facultad y a la noche, ya no tenía horario para volver. Tenía turnos nocturnos y hacía docencia. Y te digo algo: Rietti es mucho mejor cocinero que yo.
Víctor Rietti tiene hoy 83 años. Ambos viven en un piso luminoso sobre la avenida Las Heras, decorado como si allí viviera una pareja de profesionales cuarentones y cancheros. ¿Será así la vejez de los genios? «A este loco se le ocurrió hacer teatro, ahora? ¿vos podés creer?», se queja, en broma, Sara, mientras su marido improvisa su nuevo arte, en un cuarto contiguo.
-¿Y con los boranos cómo hacía los fines de semana? Digo, como me contó que siempre tenían que estar fríos?
-Ibamos con Víctor al laboratorio; cambiábamos el aire líquido y la nieve carbónica. También venían los chicos, que corrían entre los tubos.
¿Y qué la llevaba a hacer todas esas cosas, el amor por la ciencia?
Sara dice que, en tantos años de vida, aprendió que hay algo que nos salva siempre. Y ese «algo» es la esperanza. «Nada podemos cambiar sin ella. ¿Cómo podemos cambiar las cosas si vemos todo negro, o pensamos que no hay salida? Por eso, creeme: la esperanza es revolucionaria«.