No son tiempos de quejas, sino de retos. Las mujeres han ganado derechos en las últimas décadas y su situación es mucho mejor que la de sus madres y abuelas. Nadie discute eso. Pero quedan asuntos pendientes, como el cuidado compartido de los hijos. Dentro de ese escenario la necesidad de conciliar es un reto profundamente contemporáneo. Sin duda, la conciliación laboral y familiar es un elemento de calidad y de higiene mental para cualquier trabajador. Pero si se trata de trabajadores que son madres y padres, la conciliación se hace imprescindible. A un niño no se le puede dejar plantado a las cinco de la tarde a la puerta del colegio. Alguien tiene que recogerlo: la madre o el padre, la abuela, la niñera o cuidadora, la vecina. Alguien. Y todos los días.
Hoy por hoy, salvo excepciones, la conciliación es un asunto privado o como mucho bilateral. Concilia la mujer con su marido o con los abuelos, y, en algunos casos particulares (y ejemplares), la trabajadora con su empresa. Una amiga joven me contaba que desde que era madre tenía la sensación de que su vida estaba programada: se levantaba pronto para preparar al niño para la escuela infantil, arreglarse, recoger la casa en su mínima expresión, dejar al niño en su centro, irse a trabajar, comer rápido, recoger al niño, volver a trabajar unas horas, regresar a casa y llevar al niño alguna tarde al parque, después a bañarle, cenar, planificar en unos minutos el día siguiente, etcétera. Todo febril, sin apenas resquicios. Sin ninguna posibilidad de distracción o error, porque alterar cualquier horario era romper el ritmo y llegar tarde a todo.
Como esta joven madre tiene un sueldo ajustado, no contemplaba la opción de pagar a una cuidadora para recoger a su niño por las tardes, pero peor sería para ella reducir jornada (y salario).
Horario flexible
En algunas empresas, las más sensibles o innovadoras, la trabajadora (o el trabajador si lo pide) puede pactar cambios de horarios que le permitan conciliar sin perder salario y productividad. Mi joven amiga solicitó esta opción. Es una salida que exige capacidad de organización y disciplina. Mi amiga trabaja las mismas horas que cualquiera de sus compañeros, pero su horario de entrada y salida es diferente. Unos días empieza antes que los demás porque sale a media tarde; algún día regresa a la oficina después de recoger al niño para evitar que el trabajo se acumule; otros dos días (en los que su marido o su madre va a buscar al pequeño) se va la última. Como es lógico, este arreglo no es factible en todo tipo de trabajo, pero sí en los de carácter administrativo, en los que están sujetos a horarios regulados o en departamentos en los que hay turnos rotatorios y varios siempre hay más de una o dos personas. En empleos de tipo creativo o de actividad personal e intransferible, también puede haber flexibilidad, pero el horario de salida es más impredecible, al menos algunos días, y la familia tiene que tener un plan B.
La oficina en casa
Algunas mujeres, como una amiga psicóloga, toman decisiones más drásticas: instalar su consulta o su oficina en su domicilio (siempre que vivan en un piso amplio), con desigual fortuna. Salvo que se trate de profesionales asentadas, con suficientes encargos o pacientes, el riesgo que corren es que su perfil profesional se volatilice frente a las pequeñas y diversas tareas que acechan a una mujer a la que sus hijos ven en casa a cualquier hora. “Son opciones enriquecedoras cuando los niños son pequeños y compruebas que la atención que les prestas vale la pena. Pero en cuanto ese año se prolonga y la situación se eterniza, surgen dudas, porque al final ves que los chicos crecen y revelan pronto sus propios rasgos, aficiones e intereses, y descubres que no eres mejor madre por estar más horas en casa”, confiesa una mujer de 43 años que quisiera trabajar fuera de casa de nuevo y cerrar el pequeño despacho que mantiene su domicilio.
La vuelta al trabajo supone para algunas cambiar de profesión, con todo lo que de emocionante o de frustrante puede tener esa decisión. Le ha sucedido a una antigua colega con la que no he trabajado directamente, si bien sabía que en sus años jóvenes había sido redactora en un periódico nacional que se cerró hace bastantes años. Cuando empecé a tratarla, tiempo después, realizaba colaboraciones periodísticas, mientras sus hijos crecían. Ella era consciente ya entonces de que quizás no pudiera reincorporarse en lo sucesivo a la plantilla de otro periódico, tanto por la coyuntura profesional como por sus propios horarios familiares. La última vez que coincidí con ella, en un autobús madrileño, me contó que trabajaba en un ministerio, tras sacar las correspondientes oposiciones. Era un cambio radical, inesperado. No todo el mundo es capaz de dar ese giro. Pero estaba contenta: iba a casa a almorzar casi todos los días, tenía tiempo para estar al tanto de las carreras de sus hijos, sobre todo de la pequeña, aún en Secundaria, y podía ir más veces al cine con su marido que cuando era una joven redactora que salía de noche del periódico.
Las madres solteras
El desafío es si cabe mayor, o al menos más obvio, cuando se trata de madres solas. Al no poder conciliar con otro adulto, tienen que desdoblarse para llegar a todo o pagar por cualquier tipo de ayuda. A pesar de ser cada vez más visibles, estas madres en solitario siguen rompiendo moldes y evidencian la fiereza de unos horarios hechos a medida de las empresas o de determinados colectivos, pero no de la conciliación familiar en general. En ciudades como Madrid o Barcelona, los brutales desplazamientos entre el hogar y el trabajo, sumados en ocasiones a la peripecia diaria de llevar al hijo a un colegio situado en las afueras o en otro distrito, sabotean aún más la conciliación hasta convertirla en una misión imposible.
Últimamente, he sabido de una madre sola y primeriza que ha alquilado un piso en la misma calle en la que viven su hermano y su cuñada, a fin de matricular a su pequeño en el cole de sus sobrinos para que la misma canguro se ocupe de todos.
En todo caso, se trata de pactos bilaterales o de soluciones individualizadas. Y se necesita algo más, un esfuerzo común, un mayor compromiso social en favor de la conciliación. Se trata de armonizar intereses.
Más compleja es la organización de una madre médico en un hospital que, al tener que hacer guardias, necesita disponer de una empleada interna en su casa. Quién le iba a decir a ella, tan celosa de su intimidad, y con una sola hija, que acabaría recurriendo a esta fórmula para asegurarse que siempre haya alguien en casa para que su hija no esté nunca sola. En alguna temporada, incluso, ha necesitado una canguro por horas los fines de semana o los días en que libraba la empleada titular. “Mi madre también necesita descansar, porque si no se volvería loca”, decía la niña a los abuelos, residentes en otra ciudad, cuando les explicaba por qué tenía dos cuidadoras siendo solo dos y una asa no muy grande.
No solo las madres con horarios cambiantes o con guardias se ven obligadas también a blindar el hogar con ayuda externa. Muchas otras profesionales solas se ven obligadas a recurrir a esta ayuda simplemente porque tienen que viajar alguna vez o porque en sus empresas se sale no ya a las ocho sino o las nueve de la noche por sistema, y, cuando llegan al fin a casa, el niño tiene que haber cenado y estar camino de la cama. Unos horarios más racionales evitarían que hubiera tantas madres o familias endeudas que no llegan a fin de mes por pagar a la canguro. No son pocas las que prefieren no ir más allá de la pizza o la hamburguesa en sus salidas de fin de semana antes que prescindir de la cuidadora.
El colegio
Los horarios de los colegios son un puzle más que desbrozar. Llevar y traer a un niño del colegio requiere una existencia paralela. No porque lleve en sí mucho tiempo, sino por el tiempo que implica estar a las horas convenidas. Porque no se trata ya de conciliar con la pareja y, en un segundo escalón, con la empresa. Hay un tercero en discordia, el colegio. La entrada a muchos centros coincide con el inicio de la actividad laboral de los padres. Un contratiempo que suele solventarse encargándose el cónyuge menos perjudicado de llevar al niño un poco antes de que empiecen las clases. Generalmente, los centros suelen adelantar la apertura para paliar este escollo, lo que no evita que alguna vez un grupo de hermanos madrugadores tenga que esperar unos minutos en la puerta hasta que llega el portero. Algo que no pueden permitirse los padres de hijos únicos: lo suyo es esperar a que el cole abra antes de dejar al retoño.
Pero no todos los padres y madres entran a trabajar tan de mañana ni se enfrentan a esos dilemas, ya que los horarios laborales son muy diversos. A más de uno le toca madrugar para ir al colegio y no a su tienda u oficina, a las que se incorporan pasadas las diez de la mañana para regresar tarde a casa, sin posibilidad de hacer los deberes con los hijos. Una situación que se complica más al inicio de la ESO: los niños tienen todavía doce años y algunos centros adelantan las clases a las 8.30, lo que obliga a madrugar aún más a determinadas familias o a precipitar la autonomía del hijo o la hija. Para más contradicciones, en el segundo ciclo de la ESO (14 años), no suele haber clases por la tarde, con lo que los chicos tienen que empezar a usar el microondas o comer fuera. Porque son las tardes las que tienen en vilo a casi todos los padres y madres, a excepción de los que no trabajan o solo lo hacen por la mañana. Bien sea porque son pequeños y salen a las cinco, o bien porque sean adolescentes y no tengan clase por las tardes, muchas madres que no tendrían limpiadoras se ven forzadas a contratar cuidadoras o a tener en jaque a los abuelos.
O incluso a caer en el espejismo de que trabajar es una estafa si se quiere ser una buena madre y esposa. Los últimos datos sitúan en torno a 659.100 el número de amas de casa entre 25 y 39 años. Pero ¿son amas de casa reales y por elección? Ciertamente sigue habiendo amas de casa genuinas, volcadas en la intendencia familiar y en la crianza, y con un relativo tiempo libre utilizado para reciclarse cultural o profesionalmente o para cultivar aficiones. Pero bajo ese ambiguo epígrafe de ama de casa hay también profesionales en paro, mujeres sin cualificación laboral específica que desearían salir de ese agujero y hasta falsas desempleadas que “completan” los ingresos familiares con trabajos esporádicos diversos. Un panorama que se clarificaría si hubiera horarios flexibles, y si el teletrabajo dejara de ser una actividad más o menos voluntarista para convertirse en un trabajo digno y regulado.