La participación de las mujeres latinoamericanas y caribeñas en programas de doctorado y en investigación es única respecto a otras regiones del mundo, afirma el Informe Mundial de Educación 2010 (Global Education Digest 2010) de la UNESCO. Mientras que en otras regiones los programas de doctorado y el campo de las investigaciones están marcados por una fuerte asimetría a favor de los hombres, en América Latina y el Caribe los porcentajes de participación femenina son mucho menos desbalanceados respecto a la masculina. A escala mundial, la proporción de mujeres que acceden a la educación superior es similar a la de hombres en el nivel de pregrado y maestría, pero en el doctorado la proporción cambia. En el pregrado, los hombres representan el 51% de los graduados y las mujeres el 49%. En la maestría se presenta un cambio favorable a las mujeres, quienes alcanzan el 56% del total de graduados, pero a partir del doctorado los hombres ostentan el 56% de los títulos y el 71% de los cargos de investigación.
En América Latina y el Caribe cerca del 60% de egresadas de pregrado son mujeres. La representación femenina baja a 47% en la maestría pero sube a 49% en el doctorado. En investigación, las mujeres de la región ocupan el 46% de los cargos mientras que el promedio mundial apenas llega al 29%. La Comunidad de Estados Independientes (ex-Unión Soviética) es la región que más se acerca a este porcentaje, con 43% de mujeres investigadoras; mientras que Asia tiene el porcentaje más bajo de participación femenina en investigación con apenas 18%.
Desde 1970, la capacidad mundial de los sistemas educativos en los niveles primario, secundario y superior se ha incrementado más del doble. En la educación superior se ha multiplicado por seis. En los últimos 20 años, en las regiones de Asia Oriental, el Pacífico, África Subsahariana y América Latina y el Caribe ese aumento ha sido más intenso que en Norteamérica y Europa Occidental, señala el Informe de la UNESCO.
Pese a que en los países latinoamericanos aún se presentan disparidades, durante estas décadas se experimentó una gran expansión de la educación formal. De acuerdo con Gloria Bonder, Fundadora del Programa Interdisciplinario de Estudios de las Mujeres de la Universidad de Buenos Aires, paralelo a ese aumento, estos años se ha dado un incremento de la participación femenina en la educación superior. En su artículo Mujer y Educación en América Latina: hacia la igualdad de oportunidades (1994), la psicóloga afirma que hasta 1950, con excepción de Costa Rica, Cuba, Panamá y Uruguay, “el porcentaje de mujeres en estudios superiores de la mayoría de los países latinoamericanos estaba claramente por debajo de su participación demográfica en la población total”. Posteriormente, entre 1970 y 1985, se registró un incremento del 15% que le permitió a la mayoría de mujeres latinoamericanas ocupar el 45% de los cupos de las universidades. Mientras que en ese período en los países desarrollados la participación femenina se duplicó, en América Latina se cuadruplicó.
Siguiendo una tendencia mundial que para Europa Central y Oriental comenzó en la década de 1970 y para Norteamérica y Europa Occidental en los años ochenta, en América Latina y el Caribe a partir de la década de 1990 la tasa de participación femenina en la educación universitaria pasó a superar a la masculina. En Asia, este cambio se registró a partir de la primera década del segundo milenio (UNESCO, 2010).
Si bien este panorama puede resultar alentador respecto al éxito de las políticas educativas en materia de género en los países latinoamericanos y caribeños, cabe preguntarse si estos cambios reflejan un acceso equitativo para las mujeres. Para ello, cabe distinguir entre ‘paridad de género’ y ‘equidad de género’. La UNESCO define la paridad de género como un mayor equilibro en la participación de hombres y mujeres en educación, teniendo en cuenta las proporciones de uno y otro sexo en cada franja etaria. Equidad de género, en tanto, es un concepto más amplio y más complejo. Se refiere tanto al derecho de hombres y mujeres a acceder y participar en educación y al beneficio que les reportan ambientes educativos y logros sensibles al género, como a los resultados que se obtienen en este ámbito y que suponen beneficios en la vida económica y social de hombres y mujeres. “La paridad de género es sólo el primer paso hacia la equidad de género” (12), destaca el informe de la UNESCO.
Paridad educativa en América Latina
En su artículo El acceso de las mujeres a la educación universitaria (2006), la socióloga argentina Alicia Itatí Palermo (2006) distingue dos períodos que marcan el acceso de las mujeres a la universidad: en el primero algunas mujeres ingresaron excepcionalmente a la universidad, ya fuera porque su origen aristocrático les concedió esta posibilidad o porque se “infiltraron” en las universidades haciéndose pasar por hombres; el segundo período tiene inicio con la apertura sistemática de la educación universitaria a las mujeres. Este acceso sistemático, señala Palermo, se enmarcó en las luchas feministas del siglo XIX por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Ese proceso de apertura tuvo inicio en Estados Unidos en la década de 1830 con la creación de las primeras escuelas de medicina para mujeres, y posteriormente se expandió a Europa y a América Latina, donde las transformaciones tuvieron lugar a finales del siglo XIX. Las décadas de 1870 y 1880 fueron decisivas para la región, afirma la historiadora Karin Sánchez Manríquez en el artículo El ingreso de la Mujer Chilena a la Universidad y los Cambios en la Costumbre por medio de la ley 1872-1877.
A lo largo del siglo XIX, cinco países de la región concedieron el acceso de las mujeres a las universidades: Brasil, México, Chile, Cuba y Argentina. En Brasil, el derecho fue garantizado a partir de 1879. En 1887, Rita Lobato Velho Lopes, egresada de la Facultad de Medicina de Salvador de Bahía, se convirtió en la primera mujer profesional del Brasil en concluir sus estudios superiores en este país. Otras ya lo habían hecho en Estados Unidos. La medicina fue una de las primeras carreras profesionales desempeñadas por las mujeres tanto en el continente americano como en el resto del mundo. Pese a las dificultades que enfrentaron para ganar respeto en un gremio que hasta ese momento era exclusivamente masculino, la vinculación histórica de lo femenino con el cuidado de los hijos y el esposo en el hogar contribuyó a que las mujeres fueran consideradas aptas para esta profesión. En 1889, fue admitida en un tribunal la primera mujer abogada. Con el tiempo, las mujeres brasileñas fueron profesionalizándose y engrosando las listas de la población económicamente activa (PEA), particularmente a partir de la segunda mitad del siglo XX. Según datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), en la década de 1950 las mujeres representaron el 13,6% de la PEA, y en 2008 alcanzaron el 52,2% de esta población.
En los últimos años, Brasil alcanzó avances significativos en la lucha contra la desigualdad de género en el ámbito educativo. Con una media de 7,3 años de estudio, las mujeres superaron el promedio de escolaridad de los hombres, que se mantiene en 6,8 años. En el libro Doutores 2010: Estudos da demografia da base técnico-científica brasileira, el Centro de Gestión de Estudios Estratégicos (CGEE) del Ministerio de Ciencia y Tecnología revela que en 2004 se doctoraron 4.085 mujeres, que representan el 50,4% de quienes obtuvieron ese título superior, frente a 3.991 varones, que representan un 49,6 %. Desde entonces, las mujeres mantienen la delantera respecto a los hombres en la obtención de títulos de doctorado en ese país. Este año representó también la entrada de Brasil en el grupo de los pocos países donde las mujeres formadas como doctoras no son minoría. Datos del Gabinete de Estadísticas de la Unión Europea destacan que en el Viejo Continente apenas Portugal e Italia integran este grupo. Pese a estas conquistas, la igualdad de oportunidades en el mercado laboral aún escapa a las mujeres. Si bien están cada vez más presentes en el ámbito educativo, en el mercado del trabajo y en las tareas domésticas el panorama revela significativas asimetrías.
En Argentina, la educación de las mujeres fue cubierta por las bibliotecas populares hasta el siglo XIX. En 1869, el Congreso autorizó la creación de las Escuelas Normales, y en 1870 se fundó la primera Escuela Normal Mixta en Buenos Aires. En las normales las mujeres alcanzaban el nivel más alto de su formación para convertirse en maestras. La enseñanza fue uno de los primeros trabajos considerados “dignos” para las mujeres en todo el mundo y es una de las labores más feminizadas en la actualidad. La estrecha vinculación de este oficio con el género femenino se fundamenta en los roles de educadora y reproductora de la cultura que históricamente se les ha asignado a las mujeres. A pesar del carácter normativo asociado a esta labor, Palermo señala que la creación de las Normales constituyó un evento significativo que permitió la formación exitosa de mujeres en el nivel secundario y les abrió paulatinamente las puertas de las universidades.
A fines del siglo XIX, las mujeres en Argentina necesitaban un permiso especial del Rector para ingresar a las Universidades. En ocasiones, sólo podían rendir materias libres y tenían dificultades en el momento de ejercer su profesión. De acuerdo con la directora del Departamento de Ciencias de la Educación de la Universidad de Buenos Aires Graciela Morgade, “Se dudaba de su capacidad intelectual, de su posibilidad para tomar distancia, de ser objetivas, de aprender. Se dudaba, en síntesis, de su capacidad para resistir en el ámbito universitario”.
El desarrollismo de la década de 1960 impulsó el fortalecimiento de las escuelas técnicas y se dio un proceso de sistematización de la enseñanza media y de democratización de las universidades, con la incorporación masiva de mujeres, quienes alcanzaron el 30% del alumnado. En la década siguiente representaron el 40% y en la actualidad las mujeres son mayoría, ocupando el 57% del estudiantado universitario.
Chile permitió el ingreso de las mujeres a la educación superior en 1877 mediante el “Decreto Amunátegui”, así bautizado en honor a Miguel Luis Amunátegui, Ministro de Instrucción Pública que emitió la norma. Las primeras mujeres sólo ingresaron a la universidad cuatro años después. Hacia 1970 el país experimentó un ingreso masivo de las mujeres a la universidad, que se prolongó por los siguientes 40 años, alcanzando un crecimiento exponencial a partir de finales de la década de 1980.
El acceso de las mujeres a las universidades chilenas ha estado estrechamente vinculado a la democratización de la educación en ese país. Al respecto, la socióloga chilena Teresa Valdés destaca la importancia de las reformas educativas introducidas por Eduardo Frei durante su gobierno (1964-1970), que buscaron garantizar el acceso a la educación de chilenos y chilenas sin importar el nivel socioeconómico al que pertenecieran. Los costos de la matrícula en la universidad eran proporcionales a la renta familiar, lo que permitió que personas de estratos pobres pudieran estudiar gratuitamente. Esta situación cambió bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), cuyo modelo educativo decretó que las universidades debían autofinanciarse. Según Valdés, esto llevó a la desarticulación de la Universidad de Chile y al descenso de la matrícula, tanto de mujeres como de hombres.
En la década de 1990, un conjunto de políticas buscó ampliar nuevamente el acceso a la educación superior, con la creación de universidades e institutos de educación superior privados, lo que permitió un nuevo crecimiento en el número de matrículas y un mejor acceso para las mujeres. Durante el gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) se logró una mejora en la educación del país mediante un incrementó en dos años del proceso de escolarización. Estudios han señalado que llegar a la universidad es una aspiración cada vez más frecuente entre las niñas, afirma la socióloga chilena. Sobre la tendencia observada a que las mujeres sobrepasen el nivel educativo de los hombres, Valdés comenta que “no es un dato muy grato, porque el hecho de que el hombre tenga un nivel educativo más bajo está relacionado principalmente con el abandono escolar para trabajar, realidad que también se aprecia en Brasil”.
En Colombia, el proceso de apertura sistemática de la educación superior a las mujeres se enmarcó en el cambio de la hegemonía conservadora a la liberal durante la década de 1930 y fue el resultado de las luchas de mujeres, afirma la socióloga colombiana Luz Gabriela Arango.
En diciembre de 1934, señala la trabajadora social y profesora de la Universidad Nacional de Colombia María Himelda Ramírez, se tramitó ante el Congreso de la República un proyecto de ley para que las mujeres pudieran acceder a la universidad en igualdad de oportunidades que los hombres. Pese a la gran controversia que esto suscitó, el proyecto fue aprobado y la Universidad Nacional de Colombia se convirtió en la primera institución en abrir sus puertas a las mujeres. Si bien esto significó un avance importante, Arango señala que la apertura se dio como parte de un proyecto disciplinador de la sociedad. A través de la creación de facultades femeninas, las mujeres mantenían un lugar subordinado. En su libro Jóvenes en la Universidad. Género, clase e identidad profesional, Arango afirma que las facultades femeninas fueron creadas como modo de potenciar “los efectos positivos de la educación profesional femenina sobre las relaciones conyugales y el ejercicio de la maternidad” (2006:76). Esta afirmación es válida para el contexto colombiano y generalizable al proceso de apertura de la educación superior para las mujeres en el mundo.
De acuerdo con esta investigadora, en Colombia el aumento del ingreso de mujeres fue concomitante con el crecimiento de la universidad que tuvo inicio en la década de 1950. El número de mujeres rápidamente igualó al de hombres. “De 2.990 estudiantes universitarios en 1940 pasó a más de 20.000 en 1960 y a cerca de medio millón en 1985. Una de las características de mayor impacto social de esta expansión es la notable participación de la mujer, que alcanzó en 1983 el 46% de la matrícula y en 1990 el 52%” (2006: 70). No obstante, en el nivel de doctorado los hombres continúan prevaleciendo, con un porcentaje del 72% de los 345 doctorandos del país en el año 2000.
¿Mayor equidad de género?
Los logros alcanzados en materia de acceso a la educación superior para las mujeres en los últimos 40 años han sido de gran envergadura. En el contexto regional, las mujeres estudian en promedio más tiempo que los hombres y tienen una participación mucho mayor en los programas de doctorado y en el ámbito de la investigación en comparación con otras regiones del mundo. En otras palabras, en América Latina y el Caribe ha aumentado notablemente la paridad de género en educación. No obstante, cabe preguntarse si estos logros se han correspondido en la misma proporción con mayores beneficios sociales y económicos para las mujeres. La “desgenerización de la educación” o ampliación de la oferta educativa con independencia del género, la inserción laboral y la mejora de las condiciones en que trabajan las mujeres pueden dar pistas al respecto.
Numerosas investigaciones coinciden en que a pesar de estos logros, aún persisten orientaciones profesionales y áreas educativas como la medicina y la educación fuertemente asociadas al género femenino. Las primeras opciones profesionales a las que podían aspirar las mujeres del siglo XIX aún marcan las elecciones profesionales de las mujeres en la actualidad luego de 100 años de iniciado el proceso sistemático de apertura de la educación superior. A estas áreas se suman en la actualidad las ciencias humanas, las letras, las bellas artes y el periodismo (Bonder, 1994; Arango, 2006; UNESCO, 2010).
Las disciplinas con mayor presencia masculina son las ingenierías, las matemáticas, las ciencias naturales, la computación, la estadística, la arquitectura y las labores asociadas a la manufactura y la construcción. Son pocos los países que presentan tendencias distintas. Es notable la incidencia en las relaciones de género de la democratización de la educación en Cuba, por ejemplo, donde en 1988, 55,3% de las graduadas en ciencias exactas y tecnología eran mujeres. Pese a que algunas áreas se han ido desgenerizando con el paso del tiempo, como las ciencias naturales y el derecho, los marcadores de género persisten. El campo de la tecnología es quizá el más marcado al respecto, pues la participación de las mujeres sigue siendo muy inferior a la de los hombres. Valdés destaca que en la actualidad esta es una de las áreas mejor remuneradas.
Según el Observatorio Colombiano de Ciencia y Tecnología, en 2008, el 72,7% de los doctores en ciencias naturales y exactas graduados en Colombia fueron hombres. Lo mismo ocurrió para el 84,3% de los doctores en ciencias de la ingeniería y el 77,5% correspondiente a ciencias agropecuarias. Las diferencias porcentuales entre hombres y mujeres disminuyen en los doctorados de ciencias médicas (58,6% hombres y 41,4% mujeres) y en los de ciencias sociales y humanas (66,3% hombres y 33,7% mujeres).
En Argentina se registra un 72% de mujeres matriculadas en el Instituto Universitario Nacional del Arte, frente a un 20% del alumnado de la Universidad Tecnológica Nacional. En los Institutos Universitarios del Ejército las mujeres tienen una representación del 8%, y en el 14% en el Instituto Naval. De acuerdo con la Caracterización de la inserción laboral de las mujeres en el período 2003-2009, realizada por Estela Díaz, David Trajtemberg y Nora Goren en la Argentina, los sectores con mayor concentración de mano de obra femenina corresponden a la enseñanza (77%), servicios sociales y de salud (72%) y servicio doméstico (casi el 100%). Los directores de la investigación señalan que “la segmentación ocupacional, de carácter horizontal, relega a la mujer en ocupaciones catalogadas como típicamente femeninas, que representan una continuación de las tareas que las mujeres desarrollan habitualmente en los hogares y que se basan en los estereotipos de género”. Esto se refleja, afirman, “en una sobre-representación de las mujeres en las áreas de servicio doméstico, educación y salud” (2010: 13).
Teresa Valdés afirma que la diferenciación de las elecciones profesionales según el género está estrechamente vinculada a la socialización en la educación básica y primaria. La investigadora chilena señala que pruebas de rendimiento según el sexo pretenden demostrar que las mujeres tienen mayores aptitudes en las áreas de lenguaje y comunicación, mientras que en matemáticas y ciencias su rendimiento es bajo. Los resultados de los hombres son inversos respecto a los de las mujeres. Sin embargo, agrega, en países como Australia estas pruebas no han mostrado ninguna diferencia por sexo en el rendimiento de hombres y mujeres, lo que evidencia el papel de la socialización de género en este tema.
“La construcción de este orden de género se inicia desde la cuna y luego se mantiene. Las consecuencias se ven en el mercado laboral. El prejuicio de que las mujeres son malas para las matemáticas acaba siendo una profecía auto cumplida. Las mujeres se postulan menos a esas carreras y en la distribución final de áreas de estudio y de trabajo las posiciones de mayor poder las tiene el hombre”, afirma Valdés.
Para Estela Díaz, coordinadora del Centro de Estudios Mujeres y Trabajo de la Argentina (CEMYT), la educación sigue siendo una profesión altamente feminizada en virtud de que reproduce el rol de las mujeres como educadoras naturales del hogar. En este contexto, afirma, “la educación es una opción profesional y laboral para las mujeres, que opera de manera tal que cuando vamos a pensar en nuestros futuro laboral o profesional empezamos, en primer lugar, casi de manera inconsciente, por aceptar o descartar a la docencia”. En lo que atañe a las elecciones de los hombres, Arango señala que eligen carreras “prometeicas que conducen al poder, al control de la naturaleza y los negocios” (2006: 66).
Si bien la paridad de género es el primer paso hacia la equidad de género, la diversificación de las opciones de las mujeres que acceden a la educación superior no está vinculada directamente con su mayor participación en los estudios universitarios. Luz Gabriela Arango destaca que en los países pobres, donde las tasas de acceso a la educación superior son débiles, existen menos diferencias entre hombres y mujeres en materia de elección profesional. La investigadora colombiana cita a sociólogos de la educación como Baudelot y Establet para explicar este fenómeno, al señalar que en los países donde los aparatos universitarios están poco diversificados la formación de maestros de ambos sexos es prioritaria. A la inversa, en los países con mayor acceso a la educación superior se ha incrementado la segregación por sexo en las áreas de conocimiento.
Otro aspecto que permite pensar la no correspondencia entre equidad y paridad de género es la inserción laboral de las mujeres. Para Arango, ha habido un optimismo no siempre justificado respecto al aumento en la participación de las mujeres en la educación, pues persisten desigualdades relacionadas con la posición laboral que alcanzan hombres y mujeres, diferencias salariales y de oportunidades de empleo para uno y otro sexo.
Teresa Valdés explica que pese a que en América Latina las mujeres tienen mejores niveles educativos que los hombres que trabajan, ellas ocupan los niveles más bajos en las jerarquías laborales. A medida que aumenta el nivel jerárquico, disminuye la participación de la mujer en los cargos laborales. Actividades asociadas a las telecomunicaciones o la banca son marcadamente feminizadas, no obstante, la jefatura de estos sectores es masculina. Esto es particularmente visible en el sector privado, afirma Valdés, que es marcadamente segmentado. En materia de educación y salud ocurre algo similar. La mayoría de profesionales y técnicas de estos sectores son mujeres, pero son pocas las directoras de escuelas, universidades o de servicios de salud.
En Argentina, de 107 universidades nacionales sólo 11 son presididas por rectoras. A esto se suman las paupérrimas condiciones en las cuales las mujeres tienen que ejercer la docencia: bajos sueldos, retrasos en los pagos, falta de capacitación y sobrecarga de tareas, afirma Mabel Sampaolo, gremialista del sector docente de la Ciudad de Buenos Aires, secretaria de Género e Igualdad de Oportunidades de UTE-Ctera Capital. “Seguimos siendo mano de obra barata”, asevera.
Según un estudio del economista colombiano Juan David Barón respecto a las diferencias de género en los salarios de los graduados en Colombia, tales diferencias pueden oscilar entre el 5% y el 25% en detrimento de la mujer. El experto explica que por áreas del conocimiento se aprecia una brecha importante en áreas como economía, agronomía, ciencias de la salud e ingeniería, donde los salarios entre hombres y mujeres presentan diferencias de 16,9%, 12,8%, 11% y 10,2%, respectivamente, siempre los hombres siendo los mejor remunerados. En áreas como bellas artes y matemáticas, la diferencia salarial es del 0,2% y 4,3%, respectivamente.
Las diferencias salariales en Brasil no se corresponden con los niveles de escolarización de hombres y mujeres. De acuerdo con datos del IBGE, las mujeres superan a los hombres en las franjas de quienes ganan un salario mínimo (26,9% y 14,9%, respectivamente) y entre uno y dos salarios mínimos (42,5% mujeres, 40,9% hombres). A medida que los ingresos aumentan, las mujeres se convierten en minoría mientras los hombres lideran todas las franjas que están por encima de tres salarios mínimos.
Además de los aspectos hasta ahora señalados, es preciso llevar en consideración otros elementos que afectan el bienestar social y económico de hombres y mujeres de manera diferencial. Al respecto, Valdés destaca, entre otras, las consecuencias de los cruces de clase, raza y generación según el género; las barreras que dificultan la inserción laboral asociadas al aspecto físico, que afectan en mayor medida a mujeres que a hombres; y la maternidad.
El Informe de la UNESCO señala que pese a que aspectos relacionados con el género son cada vez más visibles en los discursos oficiales y en las políticas públicas, los recursos económicos, operativos, de ideas y tiempo de buena parte de las iniciativas tendientes a mejorar la situación de la educación de niñas y mujeres y a alcanzar la equidad de género son inadecuados. Existe la tendencia a considerar los asuntos relacionados con el género y la educación como cuestiones únicamente de acceso, lo que ha llevado a pensar que sólo con incrementar la paridad de género se resolverán las inequidades de género. Aunado a lo anterior, la mayoría de las naciones carecen de una estrategia coherente para el fortalecimiento de las mujeres. Las iniciativas regionales que abordan el género y la educación son débiles. Por ello, es necesario complejizar la mirada sobre la equidad de género y la educación, de tal forma que permita desarrollar e implementar acciones y políticas efectivas en materia de equidad de género. Esas transformaciones aún están por venir.